Tanto las cifras macroeconómicas como el testimonio cotidiano de los venezolanos de toda condición social hablan de tal escasez de alimentos y medicinas, de tan generalizado colapso de la asistencia médica pública y privada, que clamar por la declaratoria a corto plazo de una emergencia humanitaria generalizada no es exagerado. Justamente eso han hecho recientemente, en un documento muy serio y circunstanciado, más de 60 ONG venezolanas, sin que el Gobierno se haya dignado siquiera a acusar recibo.
La disfuncionalidad de lo que alguna vez pudo llamarse Estado, hoy ya derrotado por todas las formas imaginables de crimen organizado, ha convertido el país en un infierno donde, anualmente, decenas de miles de homicidios a manos del hampa común quedan tan impunes como las masivas ejecuciones extrajudiciales con que los corruptos cuerpos policiales responden a la acción de las bandas criminales, muchas de ellas armadas y protegidas por el cartel narcomilitar del que el mismísimo Nicolás Maduro y el clan encabezado por su esposa, Cilia Flores, son competidores comerciales.
La guerra por el control territorial del mercado, tan caro al narcotráfico y a la industria del secuestro, y en la que el dantesco sistema carcelario venezolano juega un papel decisivo, se libra hoy en Venezuela en prolongadas batallas campales, en plena vía pública y a pleno sol, que mantienen en permanente zozobra a la ciudadanía. La anómica violencia resultante ha impuesto al conjunto de la sociedad venezolana un verdadero toque de queda, agravado por apagones cada vez más frecuentes, tanto en las zonas rurales como en las grandes ciudades. Los saqueos y el linchamiento de ilegales revendedores de productos de primera necesidad, muchos de ellos activistas del PSUV, por parte de exasperados ciudadanos, hartos de hacer prolongadas e infructuosas colas, ya son cosa de todos los días.
Ante tal panorama, el inmovilismo del presidente venezolano y la panda de vociferantes ineptos que integran su Gabinete ha logrado, en los últimos tiempos, ensanchar más y más el consenso nacional en torno a que bastaría tan solo la renuncia de Maduro para despejar suficientemente la atmósfera y hacer circular, entre chavistas y opositores, ideas ortodoxas y viables en materia económica.
Característicamente, en la ofuscada Venezuela de hoy, el creciente consenso de que hablo —“Maduro haría mejor en irse”— no termina aún de desembocar en diálogo y acuerdo político entre los vastos sectores moderados de ambos bandos adversos. Al contrario, de modo puerilmente maquinal, ministros y diputados, todos voceros del desgobierno, no hacen sino instigar más violencia política al repetir las ya inútiles denuncias de una conspiración de opositores “oligarcas” y “apátridas” apoyados desde el exterior por el mismo imperialismo yanqui que hoy se entiende con la Cuba de los Castro. Mientras tanto, las facciones militares que hasta hace poco daban sustento al Gobierno se han replegado sobre sí mismas a la espera de alguna milagrosa mejoría del cuadro económico que providencialmente vivifique la agónica presidencia de Maduro. Ello les permitiría, al menos, prolongar, así fuese solo por poco tiempo, el incesante saqueo de los cada día más menguados fondos públicos.
Maduro persiste enajenadamente en perorar contra el capitalismo y proponer descabellaos retornos a la caza, la pesca y la recolección precolombinas. De todo este cuadro emana la importancia del anuncio que la Mesa de Unidad Democrática ha prometido para esta semana: brindar a Venezuela un detallado mapa caminero que, en cuestión de semanas, por medios constitucionales y democráticos, conduzca al fin del desgobierno de Nicolás Maduro y del desastroso modelo económico instaurado por Hugo Chávez.