Este capítulo de la historia venezolana que comenzó su devenir aprobando una nueva constitución y declarando moribunda a la anterior mientras estaba aún vigente, se cierra desconociendo su propia Carta Magna. En cierto sentido, lo sucedido esta semana tiene la significación simbólica de un punto final. No importa cuánto más dure, ya este tiempo, en el alma nacional, ha concluido. La percepción de fracaso ha inundado incluso las filas de los copartidarios más fieles, aunque no les sea permitido decirlo abiertamente. Solo la nomenclatura del Psuv sostiene este régimen y la fuerza de las armas, claro está.
El país está prácticamente en ruinas. Tiene todos los efectos devastadores de una guerra, solo con la ventaja de que los edificios no están destruidos. En 5 años de conflicto, la tragedia de Siria ha dejado más de 250 mil muertos. En nuestro país en el mismo lapso de tiempo, sin tanques de guerra ni bombardeos tenemos casi la mitad. La electricidad está a punto de colapso, el suministro de agua también, estamos al borde de una tragedia humanitaria en materia de alimentación y salud. Los refugiados del conflicto venezolano ya suman cerca de dos millones. No se van en balsas (aún), pero las causas son similares. El aparato productivo está destruido, la moneda no vale nada, el oro se lo han choreado y -como Alemania luego de la I Guerra Mundial- estamos a merced de potencias y empréstitos extranjeros (curiosamente en nombre de la independencia).
La angustia se apodera de la ciudadanía. Hace poco cayó en mis manos un libro de Dale Carnegie, Cómo eliminar las preocupaciones y vivir plenamente. En el texto el autor comenta algunos métodos de gente exitosa para evadir las preocupaciones que lo corroen a uno afectando la vida y la salud inútilmente. La tesis del libro es que el preocuparse no ayuda en nada y por el contrario puede bloquear la posibilidad de hallar soluciones. Hay que encontrar métodos que ayuden a encontrar opciones más allá de la pura angustia. Uno de ellos es el de Willis H. Carrier, el de los aires acondicionados. El Sr. Carrier, ante un grave problema que se presentó en los inicios de su vida laboral, adoptó el siguiente principio: pregúntese qué es lo peor que puede sucederle. Los venezolanos ya prácticamente tenemos respondida esta pregunta (TSJ). Como en el viejo chiste, casi que lo único que falta es que el tipo nos “empreñe”. O.K., resuelto este problema porque estamos prácticamente en el foso (sin subestimar la capacidad destructiva, que siempre puede ser infinita en el caso de los países), la otra pregunta es qué podemos hacer. Aquí entra en acción el método de Frank Bettger, citado en el mismo libro. Hágase estas 4 preguntas:
¿En qué consiste el problema?
¿Cuál es la causa del problema?
¿Cuáles son las posibles soluciones?
¿Qué solución propone usted?
Para ahorrar espacio, creo que las dos primeras preguntas las tenemos respondidas. Vamos con la tercera. Posibles soluciones:
Una salida de fuerza.
Una salida legal, constitucional.
Una salida impredecible.
Una salida inteligente, que no sabemos cuál es.
Respondamos ahora la última pregunta, evaluando las opciones:
La primera salida está descartada por dos razones: la primera una cuestión de principios, uno no cree en la fuerza ni en la violencia como motores de cambio. Aunque este primer argumento es suficiente, la segunda razón es práctica: tampoco se tiene la fuerza por tanto sería peor el remedio que la enfermedad.
La segunda salida está descartada también. La ley ya en Venezuela no tiene ninguna importancia ni validez en este momento. Es solo una excusa para adornar el autoritarismo arbitrario. Todo intento por esta vía se estrellara al final con una pared.
La tercera salida es desconocida, por tanto no puede planificarse nada en torno a ella. Como el altar del “dios desconocido” de los habitantes de Éfeso, es un pedestal vacío. A lo sumo solo cabe diseñar acciones una vez que se produzca, si se produce. Por tanto no perdamos tiempo en lo desconocido. Solo anotemos que lo impredecible casi siempre suele ser lo peor.
Solo nos queda la última opción. Con lo único que verdaderamente contamos de este lado es con inteligencia, no mucha, es verdad, pero suficiente (inteligencia para el bien, porque en la otra también nos revuelcan feo): economistas brillantes, planificadores, administradores exitosos, gente productiva, artistas creativos, gente de cultura y formación de primera. Uno no sabe cuál es esa salida inteligente, pero hay que hallarla. No es momento para ponernos brutos. Relajados ya, sin la preocupación de que el país se va a hundir, porque ya naufragó. Sin estrés, con habilidad e ingenio hay que convocar a las mentes más brillantes a pensar.
Yo voto por la última opción y que la Santísima Madre de Coromoto nos ilumine.